¿Puede el cobre volver a ser el gran motor del crecimiento chileno en 2026 sin que repitamos los errores de los superciclos anteriores? Esa es la pregunta que marca el debate sobre el futuro inmediato de nuestra minería y, con ello, de toda la economía nacional.
Chile sigue siendo, por amplio margen, el primer productor mundial de cobre. Pero llegar al 2026 no será solo cuestión de mantener liderazgo: será el año en que se pondrá a prueba nuestra capacidad de convertir la bonanza cuprífera en desarrollo sostenible.
De acuerdo con la Comisión Chilena del Cobre (Cochilco), el país podría alcanzar 5,8 a 6 millones de toneladas de cobre fino, impulsado por la entrada en operación de proyectos como Quebrada Blanca Fase 2, Rajo Inca, la expansión de Los Pelambres y el nuevo nivel mina de El Teniente.
Codelco, que ha invertido más de US$ 20.000 millones en obras estructurales, busca recuperar terreno tras años de baja ley y caídas productivas. En paralelo, la minería privada con capitales de Canadá, Japón, Australia y China mantiene su apuesta por Chile gracias a su estabilidad institucional y su potencial geológico.
Pero la expansión no viene sin condiciones. El agua y la energía son los verdaderos cuellos de botella del futuro minero. La industria avanza aceleradamente hacia la desalación: más del 40% del agua utilizada en la gran minería ya proviene del mar, y se espera que esta cifra supere el 60% antes de 2030. En energía, el viraje hacia fuentes limpias es igualmente decisivo: más del 75% del suministro minero será renovable en 2026, lo que permitirá reducir emisiones y abrir espacio a un cobre “verde”, cada vez más valorado en los mercados internacionales.
El contexto global acompaña este impulso. El mundo se electrifica: autos eléctricos, redes inteligentes y energías renovables están elevando la demanda de cobre a niveles históricos. El International Copper Study Group estima que hacia 2026 la demanda mundial superará los 27 millones de toneladas, y varios bancos de inversión anticipan precios sobre US$ 4,5 la libra, con algunos escenarios que los proyectan incluso más altos si persisten los déficits de oferta.
Ese panorama podría transformar el mapa económico de Chile. Más del 50% de nuestras exportaciones proviene del cobre, y cada centavo que sube el precio internacional agrega decenas de millones de dólares a la recaudación fiscal. En 2026, si los precios se mantienen sobre los US$ 4,5 la libra, el Estado podría recibir hasta US$ 2.000 millones adicionales por efecto del nuevo royalty minero, fortaleciendo el presupuesto público y las inversiones sociales.
Sin embargo, la otra cara de la moneda es conocida: la dependencia excesiva del cobre expone a la economía chilena a los vaivenes del mercado internacional. Cuando el precio cae, el peso se deprecia, la inversión se frena y las cuentas fiscales se estrechan. Por eso, más allá del optimismo, el desafío central es usar la nueva ola de ingresos para diversificar la economía y modernizar la minería, integrando más innovación, automatización y valor agregado local.
En 2026, el cobre volverá a ser protagonista. Pero el verdadero examen para Chile no será cuánto cobre produzca, sino cuánto desarrollo logre transformar a partir de él. Si convertimos este ciclo en una oportunidad de inversión, sostenibilidad y cohesión territorial, el metal rojo puede volver a ser sinónimo de futuro. Si no, volverá a recordarnos como tantas veces en la historia que tener recursos no basta: hay que saber administrarlos con visión.