Jueves 29 de Octubre de 2015
Visité este mes del "encuentro" o "de la raza", como se enseñaba en los colegios, el museo Sara Braun de la Dibam en Punta Arenas. Nombre de la mujer migrante, de origen europeo, que heredó una fortuna de su esposo concesionario de un millón de hectáreas y fundador de la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego.
El museo tiene un relato explicativo del "encuentro" y el rol de esos colonizadores –en un gran panel– que opera como interpretación oficial de cómo tomó forma y adquirió identidad esa Región. Lo sustancial del texto decía: "El encuentro entre la Edad de la Piedra y la cultura Europea Occidental fue el inicio de un proceso que culminó con la extinción del modo de vida de los hombres que habitaban la Patagonia, la Tierra del Fuego y los canales, fiordos e islas del sur y el oeste (...). El hombre europeo vino a instalarse en este territorio, escudriñando, primero sus costas, en busca de riquezas y recursos naturales que podrían esconderse en el interior este nuevo mundo (...). Algunos contactos fueron pacíficos, en ellos la comunicación, el trueque y los obsequios se establecían por gestos. Otros, sin embargo, fueron violentos. En ellos las armas de fuego y los dardos de arcos y lanzas cobraron víctimas entre los hombres de ambas culturas".
Un breve análisis del texto evidencia un lenguaje cuidadosamente evasivo, un eufemismo, que me recordó a aquellas escasas notas de la prensa oficial de la época de dictadura cuando se antecedía el "presunto" a detenido desaparecido, a pesar de los miles de recursos de amparo, las denuncias de familiares y abogados.
El concepto "Edad de Piedra" ha sido desechado hace décadas porque forma parte de una clasificación propia del evolucionismo social decimonónico, que situaba a esos pueblos en lo más bajo de una supuesta escalera hacia la Edad del Hierro y luego su cúspide en la civilización europeo-occidental.
La afirmación también desconoce lo complejo de las culturas originarias y la perfección de sus tecnologías para la caza y navegación apropiadas a su medio ambiente. Ese "encuentro" que posiciona al europeo en un escalón superior, se dice que fue "un proceso que culminó con la extinción de un modo de vida", pero no que fue un encuentro desigual, que traía tras de sí la idea de imponer una cultura y modo de vida y producción en esa zona habitada por Kawashkar, Selknam y Yaganes y Aoniken, para lo cual se utilizó el genocidio –asesinato masivo de personas– y el etnocidio –el asesinato de una cultura que portan las personas– para apoderarse de ese territorio con la tolerancia y también el aliento del Estado de Chile, cuyo fundamento estaba en la misma razón espuria de la "Pacificación de La Araucanía": hacer soberanía territorial criolla, consolidar un Estado monocultural y extraer recursos naturales a destajo como mecanismos para "civilizar" y financiar al Estado central. Por ello muchos de esos europeos no vinieron simplemente a "instalarse", ni a escudriñar –"examinar, inquirir y averiguar cuidadosamente algo y sus circunstancias"–, formaron parte de un proyecto histórico colonizador que no operó en tierras deshabitadas.
El carácter del contacto –se dice a modo de síntesis–, fue a veces pacífico, otras violento, en donde "las armas de fuego y los dardos" cobraron víctimas por ambos lados. Esta historia distorsionada, poco pedagógica y exculpatoria del pasado, equipara la escasa resistencia de unos con sus arcos y lanzas con la potencia de las armas de fuego; esconde la desigual relación de poder y el proyecto que los animaba. Es un texto que busca la legitimidad moral del proceso etnocida.
Pero el texto también tiene una mirada sexista, pues se afirma que fue "extinguido" el modo de vida de los hombres y que las armas cobraron vidas de hombres, como si en ese genocidio no hubiese habido mujeres y niñas.
A mi juicio, el texto citado no es un "vestigio arqueológico" en nuestra cultura ni tampoco en los relatos históricos actuales, es una mirada que está colonizada por un pensamiento euromoderno, con pretensión universalizante, que justifica la motivación de las fuerzas expansionistas que tuvo el Estado con misión modernizadora y coloca a las víctimas del proceso como un "efecto colateral" inevitable, naturalizando así la dominación sobre los pueblos originarios.
Se puede agregar que la identidad nacional así constituida es una identidad quebrada, pues no integra a los "extraños" –pueblos originarios todos–, a los dominados por haber sido "inferiores" –haber estado en la Edad de Piedra–, situándolos como objetos pasivos de un proceso modernizador y civilizatorio que insiste en imponer una visión del progreso, que es más un justificativo para la superexplotación de la naturaleza y la negación de sus derechos culturales y a la autonomía.
La actual negación a reconocer constitucionalmente los derechos de los pueblos originarios por parte del Estado es la expresión político-jurídica de una cultura nacional que reniega de su historia, con un relato fundacional que no le permite integrar a los diferentes, sean estos mapuches, aymaras o los recientes migrantes colombianos, peruanos o dominicanos; pero que no se niega a reconocer la importancia de la migración europea y blanca. Es quizás por eso que también la Dibam aún no ha cambiado este texto, que es propio de una mentalidad colonizada.
Columna de opinión publicada en El Mostrador (26 octubre 2015).