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El celular

Imagen foto_00000001Fabián, encerrado en su dormitorio, contempla el regalo de sus hijos con motivo de haber cumplido 80 años de vida. Desde hace un tiempo siente que los días pasan inexorablemente, como líquido dentro de un recipiente agujereado.

Fabián se mira en el espejo y le dice al reflejo churreteado de manchones jabonosos: "Bonito regalo te trajeron esta vez –le muestra al ente sumergido en el vidrio, un teléfono móvil--. Esperaré a que nos llamen, ¿no crees?".

Sale del baño y vuelve para sentarse al borde de la cama, donde ha estado leyendo un cuento de Conan Doyle. Fabián lo ha repetido infinitas veces y no sabe si le gusta o es que sólo lo ha leído porque no tiene otra cosa mejor que hacer.

Fabián ya no quiere cumplir otro año; sin embargo, al día siguiente volverá a hacerlo. El costal ya va pesando demasiado, 81 kilos libre, que para un viejo como él equivale a una tonelada. Y sus hijos vendrán al día siguiente. Es un rito intimidatorio: "Si no van a ver al viejo, pueden ocurrirle desgracias inimaginables". Llegan uno detrás de otro y pronto le entregan el regalo (la ofrenda al demiurgo para calmar su ira). Permanecen una hora en su presencia, pero no dicen nada, lo miran y se van.

El acto se repite una vez más. Fabián coge el obsequio del año anterior y lo pone sobre una mesilla del salón para que lo vean. Es un ardid para que lo llamen alguna vez, sin tener que decírselos. Hace un año que espera esa llamada. Muy temprano puso el celular a la vista, en un mantel que lavó para la oportunidad. Llama la atención, de eso se trata. Puede ser visto de inmediato apenas se entra la sala. Cuando ellos llegan le dan un abrazo frío y distante y van ocupando las sillas dispuestas en redondel, porque la pieza es pequeña. De otra manera no cabrían en un espacio tan estrecho. El más joven de los tres (son todos los hijos que tiene) toma el celular en sus manos, lo acciona y comprueba que el viejo tacaño nunca contrató un plan de pago. Es, por decirlo claro, un trasto de metal y plástico, inservible. Una cosa muerta. De pronto los hombres miran sus relojes y como se ha cumplido la hora, comienzan a despedirse. Fabián evita rogar. Si lo van a llamar, bienvenido sea. Está seguro de ello. Lo llamarán cuando tengan tiempo.
Fabián sabe que no ha pasado mucho rato desde que los hijos se han ido, cuando una tonta melodía se desparrama por los rincones la pieza donde está. Claro, no había razón para torcer sus voluntades. Tiembla. Coge el dispositivo, lo acerca a su cara y escucha:
--Hola Fabino. ¿Me recuerdas, amigo? Soy yo, el del túnel aquel. Pasaré por ti amigo. Apróntate.
Por supuesto, reconoció la voz escuchada luego del accidente sufrido en la niñez. Aquel camino lleno de luz y la voz al fondo del túnel, llamándole: ¡Fabino! Sólo esa vez lo llamaron así y nunca más, porque tal vez todo no había sido más que un sueño.


ESTUDIANTE: Fernando Enrique Espinoza Moreno.
CARRERA: Derecho Vespertino