
Es ya casi legendario el caso del Partido Radical, otrora un símbolo de esta realidad política, que albergaba abiertas discusiones internas de cara a la ciudadanía. La controversia ideológica entre Mac Iver y Valentín Letelier, por ejemplo, representó en forma definida visiones distintas sobre la definición de Estado y política pública a inicios del siglo pasado.
También lo fueron los serios debates entre Durán y Enríquez, o entre Faivovich y Schaulson, enfrentando visiones que comprendían postulados dirigidos a la ciudadanía y que revestían visiones diferentes, aunque enmarcadas en los principios partidarios. Y en todos los partidos, con conocidas excepciones, se practicó siempre el debate, la disidencia y la pública discusión de visiones, en el marco de principios partidarios que se constituían en el marco de referencia para ese debate interno. Se trataba de una política dialogante y pensante.
En los últimos días, sin embargo, nos hemos dado cuenta de un cambio negativo en la práctica política: se trata de imponer una disciplina de “borregos”, en que los miembros deben aceptar los dictámenes de ciertos grupos dirigentes sólo por pertenecer a una similar corriente política. Se coarta la libertad de disentir, haciendo así más limitada la política como herramienta para entender y abordar los problemas ciudadanos.
Lo más serio: los liderazgos partidarios pasan a ser los que imponen ciertas ideas y no los que son capaces de convencer en torno a ellas. Cosa lamentable para la democracia, pero más aún para la sostenibilidad de la representación política en instancias parlamentarias, ya que las conductas se verán más asociadas a la necesidad de mantener “un cupo” que a la de sostener opiniones propias.
Fuente: Diarioestrategia.cl