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Viernes 24 de Marzo de 2017

La amenaza del retroceso

Encargado de Proyectos e Investigación Facultad de Ciencias de la Educación. Licenciado en Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Magíster en Políticas Sociales, Universidad Arcis; Master en Investigación y doctor en Antropología Social de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Profesor Rolando Poblete

Con frecuencia se mira a Finlandia como un modelo educativo que debemos seguir, debido a los altos resultados que alcanzan sus estudiantes en los rankings internacionales y que hoy los sitúan entre los más aventajados del mundo. Desde nuestro país incluso, diferentes comisiones de expertos y políticos han viajado a descubrir las razones que explican su éxito para luego compartirlas en seminarios, conferencias y documentos que nos ayudan a comprender “cómo lo hacen”. Las claves -al menos como lo relatan los propios finlandeses y quienes conocen su modelo- son simples: menos horas de estudio y más tiempo libre para sus estudiantes; menos tareas en la casa y más trabajo en el aula; formación integral y ausencia de pruebas estandarizadas como el SIMCE que terminan condicionando el quehacer del sistema educativo en su conjunto. Hasta ahí parece fácil.  

Sin embargo, hay un detalle que no suele mencionarse y es el hecho que todas sus escuelas son públicas, gratuitas y sin selección. Dicho de otra forma, no existe segregación en la educación finlandesa, de forma tal que ricos y pobres, para decirlo de manera más clara, van a la misma escuela, tienen los mismos profesores, reciben los mismos contenidos y comen la misma comida. De hecho, sus propias autoridades educacionales señalan que la mejor escuela es la del barrio, porque no hay diferencias territoriales y son todas buenas.

Este simple hecho tiene un alto impacto en el aprendizaje, porque es evidente -y así ha quedado demostrado- que la diversidad de orígenes en un aula de clases lejos de ser un problema es un factor que contribuye a mejorar el rendimiento de niños y niñas y, de paso, aporta al fortalecimiento democrático de la sociedad.

En Chile hemos dado tímidos pasos en esa dirección. En efecto, la ley de inclusión educativa es un progreso que permite albergar la esperanza de recorrer el camino que buena parte de los países del mundo ya han transitado. Eso, al menos, hasta unos días atrás, cuando el ex presidente Piñera en el lanzamiento de su campaña a La Moneda señaló que corregirá casi todo lo que ha hecho este gobierno, restituyendo el derecho que las familias tienen de elegir la educación de sus hijos (cosa que precisamente consagra la ley de inclusión), reflotando, en caso de llegar a la presidencia, la idea del copago. El problema está en que eso solo profundizará la segregación que tanto daño nos ha hecho como sociedad, generando “calidades educativas” distintas en función de los ingresos de cada quien e instalando la idea de educación no como un derecho, sino como un bien de consumo.

Lamentable, porque lo que en el ideario de la derecha representa un logro, no es más que un tremendo retroceso que nos aleja de la inclusión social y educativa que requerimos para alcanzar el verdadero desarrollo.