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Osvaldo Torres: La huelga de hambre de Puchuncaví y la moral de la transición

Por: Osvaldo Torres Gutiérrez decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Central de Chile

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Hace 40 años un grupo de 95 presos políticos del campo de Melinka llevamos a cabo la primera huelga de hambre bajo el pleno dominio de la dictadura.

Fue la semana del 31 de julio al 8 de agosto de 1975, luego del impacto de los titulares y noticias promovidas por La Segunda, La Tercera, El Mercurio y Las Ultimas Noticias los días 18 y 24 de junio, que "informaban" de 119 militantes del MIR detenidos políticos y desaparecidos, muertos en Argentina y otros países. Ninguna investigación periodística sobre las fuentes, nada de consultar a los familiares, ninguna gestión de gobierno por saber de sus conciudadanos. Era una operación (Colombo) para criminalizar a quienes resistían, a su grupo político (venganzas, luchas internas, peleas por dinero, se escribió) y luego su deshumanización: "Mueren como ratas" titularon. Es decir, no era solo la falta de libertad de prensa, era la prensa contra la verdad, formando parte de la dictadura para cumplir el objetivo de liquidar a un sector de chilenos y chilenas.

Esa huelga, cuya carta entregada al oficial de la Armada señalaba que era una decisión de "abstenerse de ingerir alimentos, excepto agua, y de realizar cualquier tipo de trabajo habitual", fue una respuesta –se afirmaba– que "responde a un imperativo de conciencia y de solidaridad que no podemos dejar de expresar", toda vez que era un método represivo inhumano y cobarde. Allí estuvimos los militantes del MIR y el PS arriesgándolo todo para denunciarlo.

Los derechos humanos en esta coyuntura de agonía de Manuel Contreras, el jefe de la DINA, y de develamiento de la verdad judicial del "caso Quemados", constituyen quizás unas de las últimas oportunidades de las fuerzas progresistas para imponer el dominio civil sobre el militar, el de los principios sobre la conveniencia de corto plazo.

Se trataba de entregar un testimonio activo de que habíamos estado con esos detenidos en los centros de tortura, que los conocíamos y que el gobierno chileno debía responder por sus ciudadanos y la prensa debía indagar por la veracidad de esa información y no prestarse para una operación de exterminio, de la que participaba activamente.

La respuesta de la Armada a cargo del campo no se hizo esperar a través del Comandante Soto Aguilar, que llegó de urgencia al campo para amenazar y aterrorizar a quienes habíamos firmado la carta. Se nos separó en unas cabañas utilizadas anteriormente para tener a los dirigentes de la Unidad Popular; y allí se nos amenazaba para deponer la huelga.

Durante esos días hubo coordinación con los familiares hacia el Comité pro Paz y embajadas para presionar por un pronunciamiento de la dictadura sobre los hechos. Luego de siete días la promesa llegó por intermedio de la Iglesia, a la par que se lograba la denuncia a nivel internacional. Esa acción, que no fue compartida por el PC, no fue una reacción emocional; fue meditada y tenía como propósito impedir que el método de las desapariciones siguiera siendo aplicado impunemente y se conociera que había testigos de tales hechos.

En el país hubo centenares de miles de ciudadanos/as que, como aquellos presos, arriesgaron sus empleos, sus familias, sus vidas, por organizar sindicatos, centros culturales, partidos políticos, organizaciones de derechos humanos, diarios y revistas, para construir democracia. Sin ese esfuerzo colectivo no habría existido triunfo del NO. Recientemente algunos destacados dirigentes de la transición han reconocido que en "materia de derechos humanos pudo haberse hecho más".

Este reconocimiento desnuda el hecho de que efectivamente la estrategia de desactivar los organismos de derechos humanos, restarles apoyo a los medios de comunicación independientes y no presionar para que las FF.AA. entregaran información y reformaran sus interpretaciones históricas, era equivocada. Esto es, en parte, lo que hace no solo inexplicable que hasta el día de hoy los generales y oficiales de FF.AA. y Carabineros implicados en crímenes de lesa humanidad no hayan sido degradados, que la justicia militar tenga una jurisdicción amplísima, que con los fondos públicos se paguen a criminales, encubridores y abogados, sino también el que sigamos bajo una Constitución Política cuyo origen está en un plebiscito organizado justamente por esos criminales que manipularon con la prensa y el terror los resultados.

En el plano de los derechos humanos, quizás más que en otros campos de la acción política, el rol que juegan los principios es determinante. En esto no hay espacio ni para "justicia en la medida de lo posible" ni "realismo sin renuncia", pues la definición taxativa es si se está o no por defender y promover una sociedad organizada en torno al respeto y garantía de todos los derechos humanos. Las soluciones políticas en este campo deben resguardar los principios y cuando esas soluciones no son satisfactorios hay que luchar, sí, luchar, por hacerlas posibles en vez de esperar a que lleguen. Eso es lo relevante que han tenido las agrupaciones de familiares y los defensores de derechos humanos, que en estos 25 años muchas veces en solitario han sabido sostener con claridad principios irrenunciables en cualquier proyecto democrático de país.

Los derechos humanos en esta coyuntura de agonía de Manuel Contreras, el jefe de la DINA, y de develamiento de la verdad judicial del "caso Quemados", es quizás una de las últimas oportunidades de las fuerzas progresistas para imponer el dominio civil sobre el militar, el de los principios sobre la conveniencia de corto plazo.