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Lunes 1 de Junio de 2015

Columna de opinión: Política: el valor de la acción colectiva

Encargado de Proyectos e Investigación Facultad de Ciencias de La Educación. Licenciado en Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Magíster en Políticas Sociales, Universidad Arcis; Master en Investigación y doctor en Antropología Social de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Rolando Poblete, encargado de proyectos Facultad de Educación.

En una reciente columna publicada en El Mostrador, el profesor Rodrigo Larraín hace una comparación entre la Alemania pre nazi y el Chile actual, concluyendo luego de la enumeración de diversos hechos que "el fascismo ya llegó (a nuestro país) y no se lo quiere ver." Muchos de los elementos que el profesor Larraín esgrime para llegar a tan tajante conclusión pueden ser acertados, partiendo por el hecho indiscutible que ya vivimos una experiencia de fascismo entre nosotros y que tuvo y tiene partidarios. Sin embargo, más allá del acuerdo o desacuerdo que la columna y su arriesgada conclusión pueden generar -que por cierto no comparto- me parece que es interesante profundizar en el diagnóstico que se esboza y que nos sitúan en una especie de "crisis social."


A estas alturas nadie medianamente sensato podría poner en duda que el paso por la experiencia traumática de la dictadura cívico-militar, apoyada por un porcentaje no despreciable de chilenos y chilenas, ha dejado profundas consecuencias en el tejido social. Ya en el año 1998 el Informe de Desarrollo Humano en Chile del PNUD señalaba claramente que en nuestra sociedad se había instalado un miedo al otro en que "resuenan otras inseguridades; aquellas provocadas por el debilitamiento del vínculo social, del sentimiento de comunidad y, finalmente, de la noción misma de orden." (PNUD; 1998: 128). La fuerte segmentación impuesta por la dictadura y defendida hasta hoy incluso por los propios "segmentados" (la CONFEPA es un claro ejemplo), generó la disminución y anulación de los espacios de encuentro entre diversos, instalando en su lugar la desconfianza frente al otro/a y un miedo del cual resultará difícil recuperarnos. Más claramente, el informe del PNUD citado afirma que entre los años 70 y 80 la sociedad chilena se encontraba dominada por una "verdadera cultura del miedo": miedo al comunista; al subversivo; al represor; al delator.


Poco los gobiernos de la concertación hicieron para revertir esa situación, por el contrario la incapacidad para reformar de verdad el modelo neoliberal ha generado un individualismo extremo y ha trasladado los miedos de antaño hacia otros sujetos (inmigrantes; homosexuales; indígenas; jóvenes; grafiteros) y ciertamente hacia un conjunto de situaciones que hoy nos afectan en distinta medida: miedo de perder el trabajo, porque sabemos que del otro lado está la posibilidad de llegar a un punto insostenible, una especie de "default" individual que nos enfrentará a las terribles penas que el mercado establece para quienes no se adecuan a sus exigencias; miedo a enfermarnos, porque mejorarnos depende en gran medida de nuestra capacidad de pago; miedo de envejecer, conscientes que nuestras pensiones nos condenarán a una inevitable precariedad; miedo que nos roben aquello que hemos comprado y nos hace ser parte de una "comunidad de usuarios"; tenemos miedo, y esto es lo terrible, de que nuestra seguridad se caiga al suelo y se rompa al estrellarse contra una realidad que no perdona ni ayuda a ponerse de pie. Imposible juntar las partes hecha trizas, porque ni el mercado, ni el Estado, ni nadie nos ayudarán a recuperar esa seguridad mínima que requerimos para poder vivir: hoy todos somos vulnerables.


La desconfianza hacia la política es parte de lo mismo. Es cierto que nuestra clase política deja mucho que desear, pero en el fondo la mala calidad de la política también habla de la poca o escasa capacidad ciudadana para tomar los espacios, reducidos por cierto, en que podemos tener alguna incidencia. No tengo dudas que algunos/as de los que enrostran con ira la corrupción de los políticos son los mismos que sin asomo de culpa o vergüenza evaden el pago del pasaje en el Transantiago; estacionan en los espacios reservados para personas en situación de discapacidad; no respetan los pasos de cebra; se saltan la fila en el supermercado o se instalan en las cajas rápidas con sus carros llenos; compran en las farmacias o supermercados cuando sus trabajadores están en huelga; organizan redes a nivel de carreras universitarias para copiar en las pruebas; evaden impuestos o sin ir más lejos pueden disparar a dos jóvenes a mansalva. Honestamente entre unos y otros no hay mucha diferencia, porque en todos ellos persiste la indiferencia absoluta hacia el otro, hacia lo que implica vivir en sociedad y respetar reglas mínimas de convivencia. Siendo así únicamente nos queda "salvarnos solos". Por eso tenemos serias dificultades para pensarnos como un colectivo que incluye e integra, que respeta la diversidad. Y la política es eso precisamente: el valor de la acción colectiva.


Estoy consciente que en este negro panorama hay excepciones. Probablemente el movimiento estudiantil lo sea. La lección que nos dejan es que solo se puede salir de la crisis con más y mejor política, y eso, nos guste o no, es responsabilidad de todos y todas.

Lee la columna en el diario "El Mostrador".